Que a primera hora de la mañana te enteres de que mientras estabas saliendo, cenando, o durmiendo, un atentado en Niza, o en cualquier otro lugar del mundo, se estaba llevando por delante las vidas de muchos seres humanos, te aturde, y ya sabes que esa noticia colapsará los medios de comunicación de tu país; que se recrearán en todos los detalles morbosos y en el alcance de todo el dolor colateral que provocarán, en nombre del derecho a la información y que muchas personas se plantarán ante el televisor ensimismadas ante la barbarie, abatidas, rabiosas.
Esta vez ha ocurrido en Niza, otro día fue en París, en Londres o en cualquier otro lugar que nos parece cercano, donde el despliegue de medios de comunicación va a estar presente para llevarnos las últimas imágenes y claro que el corazón sufre, porque los ojos están viendo y marcando la pauta emocional: la identificación con la conmoción y todo lo que se deriva de ese suceso.
Pero, ¿qué ocurre con los atentados de “segunda” o de “tercera” que suceden a diario en nuestra tierra, en otros lugares donde los ojos no ven, y posiblemente el corazón no sufra?
Cada vida sesgada de forma violenta es un atentado no solo en el lugar donde vivimos o ponemos la atención, sino en cualquier otro rincón del planeta donde una luz se apaga violentamente. Seguimos siendo muy imperfectos, seguimos utilizando la perversión para resolver nuestras diferencias.